“La diferencia básica entre un hombre
ordinario y un guerrero, es que un guerrero lo toma todo como un desafío,
mientras que un hombre ordinario toma todo como una bendición o como una
maldición”.
Los ojos del pequeño niño miraban con
intensidad y emoción los pantalones de pechera que se exhibían en la tienda, en
su interior se veía a si mismo engalanado con esa prenda, que sería la envidia
de sus amigos.
Muchos días en sus sueños se repitió la escena
de los pantalones de pechera, esa prenda se volvió en el casi una obsesión.
El día que le dijo su padre que se los
compraría si le ayudaba en la cosecha, el niño dio un gran salto de emoción, no
lograba creerlo todavía.
A pesar de su corta edad, trabajó al lado de
su padre en la cosecha, con ahínco, con perseverancia, casi con furia, por la
emoción de sentir pronto realizado su sueño.
El día esperado con tanto anhelo, por fin
llegó, con sus ropas limpias y bien peinados, ambos, padre e hijo se
presentaron a recibir el pago de sus esfuerzos.
El padre del niño, como hombre de probada
responsabilidad, se dirigió a la tienda donde obtenían fiado el alimento de la
familia mientras terminaba la cosecha. El propietario de la tienda saco la
libreta y empezó a realizar las sumas de la deuda, día por día. Finalmente el
tendero terminó sus operaciones y se las presentó al deudor, la cara de este
ultimo, poco a poco fue abandonando la sonrisa que tría marcada, y el niño,
como presintiendo algo malo, también asimiló en su rostro un rictus de angustia.
El sueño de los pantalones de pechera se había
esfumado, el producto del trabajo de ambos, no logró ni siquiera cubrir el
adeudo de los alimentos.
El niño que soñaba con los pantalones de
pechera, se llamaba Porfirio Chávez Chávez, quien vio los primeros rayos de luz
en un jacal con pobreza extrema, su padre, Juan Chávez Mireles era un jornalero
que mantenía a su familia realizando trabajos diversos, pero principalmente en
la agricultura y la pizca de la naranja, que en esos tiempos estaba en auge en
Montemorelos. Su madre, Doña María Elena Chávez, sin saber siquiera leer y
escribir, era una comerciante nata. Se presume que de su madre, Porfirio heredó
su pasión por el comercio.
Se dice que doña María Elena, a pesar de su
impedimento para la lectura y escritura, se ingeniaba para ayudar a su marido
vendiendo maíz, para lo cual, compraba en la tienda un kilogramo de azúcar que
le servía de referencia para hacer una balanza rustica, colgaba por un lado el
azúcar que había adquirido y por el otro lado el maíz que vendía, cuando ambas
partes se nivelaban el kilogramo estaba asegurado.
La estrechez económica de la familia le
impidió a Porfirio aspirar a muchos estudios, cursó hasta el quinto año de
primaria.
Como en tantas familias humildes de México y
el mundo, la carencia de casi todo, obliga a los infantes a unirse a las
actividades laborales desde muy temprana edad, dejando en el olvido los
juguetes y los sueños de la infancia, Pilo desfiló por un sinfín de empleos.
Por dentro, sentía la imperiosa necesidad de
salir de la pobreza que lo ahogaba a él y a los suyos.
Su sueño ahora era convertirse algún día en
empresario, igual que los patrones a quien en ese entonces servía.
La oportunidad se presentó en el año de 1954,
cuando Juan Chávez Martínez, tío de el, le propuso que trabajara en un
estanquillo que se encontraba ubicado en la plaza Hidalgo. La suerte se
encontraba de su lado y no la desperdiciaría, venciendo la pena, recurrió al
Sr. Leoncio Moya Pérez, Loncho Moya como se le conocía, quien al ver el
entusiasmo del muchacho, generosamente aceptó prestarle 40 pesos de aquellos
para iniciar el negocio, dinero que Porfirio empleó para comprar mercancía- Por
el local no se preocupó, porque convino liquidarlo en pagos con el propietario.
Fue así como el 1 de Enero de 1955 nació la
que hasta nuestros días, lleva por nombre “Refresquería Pilo”.
Fueron 10 años de intenso trabajo familiar en la Plaza Hidalgo, hasta que en el
año de 1965, las autoridades decidieron retirar de la plaza los comercios que
en ella existían.
Así como en sus
inicios la suerte le ayudó, en esta ocasión parecía que se coludía para
impedirle el progreso con que soñaba.
Agobiado por las
enfermedades que aquejaban a sus padres y cargando sobre la espalda una deuda
que había contraído para mejorar el estanquillo y arrastrando dos infructuosos
meses de búsqueda de local para su negocio, Pilo sentía que su vida se
derrumbaba.
Pero como siempre le
sucedió, la luz emergió de las sombras que lo cobijaban, y así, de pronto
surgió la oportunidad de ocupar el lugar que en ese entonces pertenecía a la
frutería “La Victoria”,
precisamente en el lugar donde, desde entonces y hasta la actualidad, se
encuentra ubicada la refresquería.
Para lograrlo,
requería no un simple préstamo, necesitaba un crédito bancario que apuntalara
la inversión. Por ese entonces los bancos no prestaban a cualquier ciudadano,
requerían el aval de una persona con probada solvencia, fue así como decidió
molestar a su amigo Jesús “Chuy” Ancer, quien sin ninguna duda, acepto estampar
su firma de aval para el préstamo de $ 5,000.00 que le otorgó el ya
desaparecido Banco Nuevo León.
Desde hace 55 años, la
“Refresquería Pilo” ha sido testigo de romances que terminan en matrimonio, de
amistades que se estrechan frente a una limonada, de festejos de cumpleaños,
aniversarios y muchos mas.
La inquietud comercial
de Pilo, siempre lo condujo por los senderos de la innovación y la novedad.
Para elaborar los productos de hielo molido requería de ese producto esencial.
Cuando inició no existían fábricas de hielo en Montemorelos, así que tenia que comprárselo
a un negocio que lo expendía condicionado a la venta de cerveza. Pilo utilizaba
solo el hielo, y los cartones de cerveza se iban acumulando en un rincón, hasta
que las regalaba o vendía a menos del costo comercial.
Debido a esas
limitaciones, Porfirio decidió poner su propia fábrica de hielo, en un
principio para su uso exclusivo y, posteriormente para su venta al público, que
hoy se expende y reparte en diferentes presentaciones.
También preocupado por
la salud de su clientela, se propuso purificar el agua que utiliza en sus
principales productos, y como en el caso del hielo, hoy se expende al público
en toda la región.
La pureza del agua le
valió para recibir varios reconocimientos a nivel nacional, y su pureza también
la avala una prestigiosa organización norteamericana.
Como muestra de su
honestidad, basta decir que una comercializadora le ofreció, por intermedio de
uno de sus hijos, distribuirla a nivel nacional, con la condición que sacrificara
un poco de calidad para abatir costos.
Porfirio le preguntó al hijo que había
recibido la propuesta de la comercializadora, que si podía hacerle un favor, a lo que el hijo
contestó de inmediato que si. “El favor que te pido, es que ni en vida, ni al momento
que falte yo, sacrifiques la calidad y el prestigio de nuestros productos a
cambio de dinero”, y así continua distribuyéndose el agua y el hielo, solo en
la región.
Pero “Pilo” Chávez no
era solo refresquería, agua y hielo, Pilo era un entusiasta masón con altos
grados, un amante y practicante de la oratoria, un hombre con gran corazón,
“ayudador”, como muchos decían.
Llegó a ser regidor en
una administración municipal, cargo que aprovechó para extender sus bondades a
mucha gente del pueblo.
Su actuación ejemplar no solo fue en los
negocios, la terapense Irma Angélica Martínez, esposa de Porfirio y sus tres
hijos, dos varones y una mujer expresan innumerables relatos de su vida
familiar, y con ellos, vierten el amor y respeto que le profesaron y que
aseguran ellos, perdurará durante sus vidas.
Hoy, año 2010, ya no
se escucha en la “Refresquería Pilo” la fuerte voz de Porfirio ordenando una
“Rusa”, un “Cañón”, una “Chamoyada” para alguna de las múltiples mesas que
tiene el negocio, pero perdura el recuerdo de aquellas gentes que disfrutaron
de sus ratos de ocio en el lugar y de aquellos que se beneficiaron con su
generosidad.
“Don Pilo” falleció
victima de una enfermedad en el año de 2008.